Parado en ese sitio donde le cuesta crecer al césped, el guardavallas observa cómo el ariete enemigo se desprende de su marcador, eludiéndolo casi con infantil alegría. El arquero comienza a dar pasos certeros hacia adelante, calculando la trayectoria impredecible del zurdo, que ya cruza la línea blanca que marca el comienzo de la zona de peligro.
El estadio ruge y el portero se agazapa como para amenazar con la postura al delantero, quien lo mide como con regla buscando el rincón vulnerable. Cuando encuentra el hueco, toca la pelota con la parte interior del pie derecho. En la fracción de segundo que sige, impulsado por la consigna de callar al estadio, el guardameta se estira con inhumana agilidad y alcanza a colocar el guante derecho entre el balón y la línea de defunción.
El globo se eleva por el aire ante la respiración contenida de decenas de miles de espectadores, da un par de piques dentro del área chica, y tanto el fusilador como el fusilado se dirigen a toda velocidad hacia el epicentro, redondo y blanco, de la jugada.
El golero se lanza con las dos manos, como gato sobre su presa, para llegar primero a la elusiva pelota. En ese momento siente un golpe seco en las sienes que le llena la boca de sabor a rodilla.
El cielo nublado da vueltas y vueltas y vueltas… Y después el césped verde gira y gira y gira…
El hombre de los guantes ve la pelota entrar al arco y el césped bambolearse como borrachín de madrugada, y al cielo confundirse con el piso… y nada más…
GabrielGonzalezNunez.wordpress.com
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