Por Alejandro Tapia
Hace un par de meses recibimos en la Universidad la visita de Fernando Morgado, que impartió un curso sobre narrativas audiovisuales. Durante su visita me enteré de su afición al futbol. Vive cerca del estadio de Maracaná, esa sede tan simbólica, para bien y para mal, del futbol brasileño. Al llevarlo al hotel Real del Sur, en Tlalpan, donde estaba hospedado, me preguntó si el estadio Azteca estaba por ahí cerca. Uno de los estadios más importantes del mundo, sin duda, y cuya historia él conocía. Le comenté que sí, que el estadio estaba a una corta distancia de ahí, por si quería visitarlo. Como era de noche sólo le indiqué por dónde tendría que caminar unos 20 minutos para llegar. Pero entonces al tomar la calle de Tlalpan pensé que podría ir hasta allá en el auto y mostrárselo por fuera, para darse una idea. El entusiasmo del momento es siempre lo más importante. Y fuimos. Claro, esa cosquilla de disfrutar la idea de mostrar nuestra ciudad a alguien que viene de fuera, y especialmente de Brasil.
El majestuoso coloso apareció entonces de pronto. Estaba cerrado y apagado. Traté de acercarme lo más posible por una rampa de acceso, para verlo así como es de gigante e imponente. Topé con una reja que estaba abierta y una caseta con una luz prendida, de los vigilantes. «Por aquí no puede pasar», me dijeron, pero les conté que sólo queríamos aproximarnos lo más posible para ver el estadio desde fuera. Me obligaron a estacionarme en los cajones externos. Pero entonces al bajar les comenté que el colega que venía conmigo era brasileño, y que venía de las cercanías del Maracaná. Eso al parecer disipó la reticencia de los veladores: «Está bien, estaciónese adentro y los vamos a dejar entrar a la cancha, con una pequeña gratificación de 50 pesos». ¿En serio? ¿Sería tanta nuestra suerte?
Los veladores con sus lamparitas nos llevaron por una rampa, descendimos, pasamos a un túnel y luego llegamos a la tribuna, por uno de cuyos pasillos llegamos a la cancha. La luna estaba llena, así que aunque el coloso estuviera dormido, se veía fabuloso: imponenete y magnánimo. Pero la sorpresa no terminó ahí: nos dijeron que las visitas no tienen permitido pisar la cancha, pero que nosotros éramos sólo dos, y pues habiendo en el grupo un carioca, nos permitirían entrar y caminar sobre ella. Un césped fabuloso, con las tuberías de riego distribuidas en sectores todavía conectadas. El verde parejo y de pelo natural tan bien cortado. Comprobamos que los edificios, aunque de cemento y hierro, conservan todo su abolengo en alguna parte del aire que los habita. Vivimos esa sensación extraña de cuando estás entrando a un lugar especial.
Llegamos al área de la portería y, luego, nos colocamos debajo de ella. Fernando estaba maravillado. «Qué cosa más extraordinaria –decía–: de verdad es más grande que el Maracaná». Nos explicaron que cabían ahí 110 mil personas hasta que pusieron las pantallas gigantes, que reducen un poco esa capacidad. Me paré debajo del marco donde recientemente Oribe Peralta engañó a dos defensas y cruzó a Moisés Muñoz para uno de los mejores goles del campeonato. Pero por supuesto también nos imaginamos ahí a Pelé, a Beckenbauer, a Maradona, desplegándose en el césped de ese gigante.
Estando debajo del marco me dije: “¡Es demasiado grande, enorme, y altísimo! Yo no podría parar ahí tanta pelota; si yo fuera portero me anotarían todos los goles, por mucho que me esforzara, pues es un arco de dimensiones sobrehumanas!”. Toqué las redes, enrolladas para el entrejuegos. Qué cosa, me dije. Y entonces, convencido de la gran dimensión del arco, caminé hacia el manchón de penalty. “Por eso debe ser tan fácil anotar en la pena máxima, con tal dimensión de portería”. Pero cuando llegué al manchón me llevé una sorpresa: desde ahí la portería se ve pequeñita. Hasta el demasiado engreído de Muñoz me detendría un tiro aquí, me decía, y es que ¡cómo cambia la perspectiva!. Creí que yo no prosperaría en un tiro desde ahí o que, entonces, necesitaría un arco del doble de tamaño. Es una cuestión de punto de vista y de geometría. Qué difícil de dominar por ambos lados (defensa y ataque). Y entonces admiré a los jugadores que continuamente se aventuran en las canchas en ese juego, la fuerza y la velocidad que hay que tener para ser efectivo ahí. Fernando estaba igual de maravillado que yo, rodeado de unas gradas tan altas que lo hacen sentir a uno tan pequeño.
¿Entonces cómo poder con una cancha así?. Claro, es cuestión de pensar en los triángulos. Es decir en los ángulos y las rectas. Y en las parábolas que se pueden dibujar. Si fuera portero o defensa, lo que tendría que hacer para detener un ataque es colocarme en la línea que se dibuja entre la pelota y el arco después de un pase, ya que por ahí tendría que pasar el disparo, y entonces podría defender la meta, o al menos disminuir las posibilidades del gol. Es el ángulo que el atacante tiene que buscar, y veamos cómo muchos goles son detenidos así, a menos que el atacante o se acerque mucho o realice una parábola extravagante, aunque la mayoría de esos intentos suelen pasar cerca pero no meterse, porque tampoco es fácil acertar como delantero.
Geometría. Es el juego que se libra entre dos figuras, el triángulo y la esfera. El triángulo es la medición del juego, su racionalización espacial. La esfera es la libertad de movimiento: la pelota es democrática, se mueve a cualquier lado a donde sea impulsada, sin chistar, rodando o volando. Y el jugador es la fuerza que la impulsa, haciendo que la pelota trace un dibujo caprichoso sobre el triángulo que intenta ir a detenerse en cualquiera de los dos marcos, sin salir del plano contendedor del juego. El cuerpo y la geometría, con los elementos más simples, se desafían para representar la batalla eterna de los grupos humanos, esas son las metáforas esenciales del futbol, que se libra aquí en un espacio enorme, que exige un esfuerzo extenuante. Todo eso pude palparlo al caminar sobre la cancha del Azteca.
Salimos gratificados de ahí. Maravillados de la forma en que una arquitectura monumental le da sentido a un juego tan básico y simple. Al salir, los vigilantes nos dijeron que en la noche el estadio está lleno de fantasmas, que se ven personas en las gradas repentinamente y luego desaparecen, que se oyen voces o se ven pequeños grupos humanos en los túneles, aterrando a todos los que se aventuran por ahí solos en la oscuridad. Quién sabe. Lo cierto es que esa construcción es un desafío para la percepción humana, y uno de los espacios clave de la historia de la arquitectura y la cultura mexicana.