Pocas cosas mueven tan uniformemente los ánimos populares como la fiebre mundialista. En México, hasta los más refractarios al entusiasmo futbolero deponen su indiferencia y la queman ya sea en un pomposo altar de nacionalismo inasible y repugnante o en un pequeño incensario escondido sobre su escritorio detrás de Sartre y Foucault.
R. de la Lanza
Vamos: en México todos se ponen la verde. Desde los pepenadores que reciclan las camisetas de otros ciclos mundialistas hasta los «mirreyes» que se calzan la última colección (la que parece máscara de lucha libre en verde, negro y rojo naranja) en tallas que revelan sus lonjas y estrangulan sus blandos bíceps. Desde la señorona más mustia al estilo de Chabelita hasta el activista tardoadolescente (25-40 años de edad) más opuesto a los sistemas de control social. En días de mundial, todos preguntan. Todos gritan «¡GOOOOOOOOL!» Todos celebran. Todos van al Ángel.
¿Por qué el mexicano es un pueblo tan enfermizamente futbolero? Porque el futbol en México es un culto mistérico. Es la doctrina del destino manifiesto del pueblo mexicano. O, para ser más leales al orden no escrito de las cosas, diríamos que es el destino no manifiesto de nuestra soberanía nacional.
¿Dijo destino?
Ya nos metimos en caminos sinuosos. Espero no lucubrar fuera del recipiente.
Todo pueblo sabe su lugar en el mundo. O al menos de eso presume. Pero para ley hay excepción ―México es el paraíso de la excepción: el amparo, el contramparo, las contralorías de las contralorías, la mordida en la oficina, las zonas de tolerancia y de intolerancia, etc.―: ¿Cuál es el lugar de México en el mundo? ¿En el universo? Que no presuma de saberlo no significa que no lo conozca. Pero tampoco lo conoce, dirán. Ahí es donde yo alzo la mano: sí que lo conoce.
En la antigua Grecia, el teatro trágico (sobre cuyo origen versa esa genialidad de Nietzsche que fue su primer obra publicada) era la plataforma educativa y formativa preponderante. Ya el gran Aristóteles, padre del pensamiento científico, esterilizado por la modernidad, delineaba la catarsis (purificación del alma individual y colectiva) como el objetivo supremo y elevada herramienta de aprendizaje para el espectador del drama trágico. A esa catarsis se llegaba mediante la contemplación del infortunio (peripecia) del héroe trágico, su actitud ante el destino ―¡ya nos salió la palabrota!― inminente (el ineludible decreto de los poderes superiores al humano), y el descubrimiento (anagnórisis) de su lugar en el mundo, lugar terrible y honorífico a la vez. El héroe trágico fungía como víctima propiciatoria, como cordero de expiación.
Porque lo que sufre el héroe trágico suscita en el espectador terror y conmiseración: un miedo lo suficientemente profundo para desear nunca estar en los zapatos del protagonista, y al mismo tiempo el sentimiento de justificarlo y honrarlo por morir (o no) de cara al sol. Son las mismas dos emociones que se despiertan al contemplar el espectáculo de las peripecias de la Selección Mexicana: el eterno miedo del que se sabe perdido y la conmiseración por el hermano de patria.
Es, pues, el fútbol la fuente de la moral mexicana. Así como el griego aprendía a ser griego presenciando el traicionero asesinato de Agamenón, la repugnante condición de Edipo, la guerra fratricida de los Siete contra Tebas y la carnicería de un Hércules fuera de sí, del mismo modo, el mexicano ha aprendido cómo ser mexicano en el espectáculo de las derrotas en penales ante Alemania y Bulgaria, de Mejía Barón impidiendo el ingreso de Hugo Sánchez al juego, del mágico gol de Borguetti contra Italia, del doloroso reality check contra EUA en Japón, de la pintoresca personalidad de Cuauhtémoc Blanco, de la cándida sonrisa católica de Javier Hernández, del nepotismo de Ricardo LaVolpe, del terror pánico de Javier Aguirre a horas de enfrentar a Argentina…
El Tricolor es el rebaño de víctimas propiciatorias, de machos cabríos que expiarán todas las culpas, los miedos, los fantasmas y las inseguridades del mexicano. En su sacrificio, el mexicano vuelve a vivir, se redime y le gana minutos a la muerte y a la soledad.
¿Es casualidad que «Canta y no llores, porque cantando se alegran, Cielito lindo, los corazones» sea el himno de guerra no oficial de la afición tricolor?
Así aprende México. Así vive México. No es que la Selección sea un reflejo de la vida nacional. Es al revés: la mexicanidad, la única, si la ha habido como unidad nacional, es la de saber el trágico destino de la Selección Mexicana.
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Un artículo que escribí para U de E FC.