El controversial arquero argentino también ha puesto las menos fuera de los guantes para experimentar con la narrativa de ficción. Aquí te presentamos el cuento con el que participó en la antología Pelota de papel. Cuentos escritos por futbolistas., coordinada por Sebastián Domínguez.
El coleccionista
El «Loco» Sarda venía de familia de artistas, gente culta que cultivaba el arte en todas sus expresiones, retratos, esculturas, música, hasta esos indescifrables cuadros que nadie sabe qué son. Su pasión por los cómics explicaba aquella colección de obras que guardaba de Roy Lichtenstein, el pintor pop norteamericano. Desde niño estuvo rodeado de bastidores, pinceles y colores, tal vez de ahí viniera su obsesión por la belleza. No solo la suya, sino también la belleza de todas sus cosas. No era un «loco» más, no era un loco cualquiera.
Quizás sea esa la explicación de su delicado placer por los goles lindos, esos que quedan en la retina de los espectadores y muchas veces son difíciles de describir, no solo por quien los convierte sino también por la elaboración, los detalles, las fintas, sin importar si tal vez fue decisivo o solo fue el descuento en 1-5 en contra.
El tema es que para muchos el destino lo había puesto en un lugar muy incómodo. Pero lo que nadie sabía era que el «Loco» Sarda eligió ser arquero. Claro, el puesto le permitía diferenciarse de los demás jugadores: podía agarrar la pelota con la mano, decidir su vestimenta, improvisar su look, pero por sobre todas las cosas había resuelto ser arquero porque tenía una perspectiva única de lo que él más adoraba: los goles.
Estar en el arco le daba la posibilidad de contemplar con claridad y con lujo de detalles esas bellezas que en ocasiones nos regala el fútbol. Además, muchas veces podía elegir. Porque no siempre la pelota entraba en el ángulo, pero, si la jugada había tenido más de veinticinco o treinta toques, el «Loco» automáticamente empezaba a aplaudir, como si estuviera en el teatro, emocionado, casi hipnotizado por la propia jugada. Y si para él valía la pena, hacía todo lo posible para poder sumar una reliquia más a su colección.
Sarda, como le llamaban en las Inferiores, era un verdadero personaje. De chico, usaba colores raros, buzos flúo y muy pocas veces combinaba los tonos. Pero decía que estaba imponiendo moda. Era muy prolijo en su juego y jamás olvidaba sus rituales previos al partido. Tanto en los entrenamientos como en cada fin de semana, usaba una especie de cera que le traían desde Italia para que el pelo no se le moviera hasta el final del juego.
Con el tiempo, se consagró en Primera División y aún mantenía algunas mañas. A esa altura, acumulaba como doscientos goles recibidos, pero decía que solo contaban cuarenta y tres, que de los goles feos ni se acordaba.
Hubo un momento crucial en su carrera. Su equipo consiguió clasificarse por primera vez en la historia para instancias finales del campeonato. El partido de ida lo habían ganado 1 a 0 y les tocaba definir de visitante. Enfrente estaba el mejor equipo de los últimos años, que, además, esa temporada se había reforzado con estrellas internacionales.
La vuelta se presentaba realmente complicada. Para colmo, a un compañero del «Loco» se le dio por declarar en la previa que se veían con un pie en la final. ¿Para qué? ¿Qué necesidad de hacer enojar a esos muchachos? Pero la realidad era que estaban a noventa y pico de minutos de hacer historia. La ansiedad se comenzó a sentir en la entrada en calor y la adrenalina por fin comenzó a liberarse cuando arrancó el partido. Las miradas se las llevaba el 10 de los otros, la figura del torneo y, hasta ese momento, goleador. Venía de meter uno de rabona que había sido una pinturita y que ya estaba entre los mejores gritos del año.
El ambiente era encantador y en las tribunas se vivía como una fiesta. El empuje de la hinchada local era ensordecedor. El rincón de los visitantes apenas podía escucharse si se prestaba mucha mucha atención. Cualquier avance parecía peligroso, pero insólitamente el trámite del partido se daba con cierta normalidad. Avanzaba el reloj, pero el «Loco» Sarda sabía que no se podían confiar. Miraba todo desde atrás, se escapaba el primer tiempo y el clima empezaba a ponerse tenso.
El segundo tiempo fue distinto. Los locales metieron dos cambios y se reorganizaron tácticamente. Fue ese el momento en el que «Loco» Sarda percibió que la cosa se iba a poner fulera, que esas bestias no se iban a quedar de brazos cruzados. Y así fue: la tribuna se caía y estos apretaban el acelerador. Se adelantaron varios metros en la cancha y plantaron dos extremos. Uno de ellos recién entraba, era un pibe del club, bajito y ligero, que había debutado en ese campeonato y ya llevaba siete goles.
Faltando un cuarto de hora para el final, los visitantes decidieron salir a presionar en un saque de arco. Necesitaban jugar un rato en campo rival, recuperar la pelota y tratar de liquidar el partido. Fue ese el momento exacto en el que sucedió lo que el «Loco» Sarda, de alguna manera, estaba palpitando. Desde el otro lado de la cancha, observó una serie de movimientos colectivos y coordinados que le daban la certeza de que algo genial iba a pasar, como cuando se prepara un truco de magia.
El arquero rival dio la orden. Como un maestro de orquesta con su batuta, acomodó a los dos centrales casi sobre la línea de meta, los laterales se mantuvieron bien abiertos y el 5 la fue a buscar con una marca encima. Los dos volantes creativos se acercaron para brindar opciones de pase y el 9, un grandote que habitualmente jugaba dentro del área, hizo un descenso rápido como para buscar un posible salto de línea. El pibe que estaba de extremo también se arrimó a jugar, pero lo más raro fue que el 10, el crack, al que cualquiera enfocaría para darle la pelota, se estancó solo arriba, sobre un costado, hasta de espaldas a la jugada. El «Loco» ya había entendido todo. Se venía lo que tal vez había estado esperando toda su vida: una jugada preparada del mejor equipo, desde un saque de meta y con la figura del campeonato frente a él.
El césped era el lienzo y los artistas empezaron a crear. Cada pase era un trazo tan firme que parecía quedar pintado en el suelo. Las diagonales de los volantes generaban movimientos y abrían los espacios y el toque de color lo agregaba el 8, que con cada pisada hacía sonreír a la pelota. Desde su perspectiva estaba clarísimo: el 9 se había tirado atrás para pivotear y la iba a jugar de primera a alguno de los volantes que asomaban de frente. Eran mil cosas las que pasaban por la cabeza del «Loco» y era una sola la que podía elegir. Decidió arriesgar, adelantarse unos pasos y ganarle unos metros a la jugada. El grandote aguantó con el cuerpo la marca de uno de los centrales y, en un solo toque, se la dejó servida al 8, que filtró un pase rasante a la espalda del lateral izquierdo, que miraba cómo la pelota se escurría entre las piernas del 5 que había salido a presionar.
“Leyó a la perfección que la obra de arte estaba lista para que el fenómeno le pusiera su sello y así fue. Aprovechando su capacidad para anticipar la jugada, salió a enfrentar lo que acaso sería el hecho de su vida. Estaba cuerpo a cuerpo, mano a mano, con y contra el mejor. En ese segundo en el que salió a achicar ya había pensado todas las variantes. Sabía que si llegaba tarde no podía barrer porque era penal, que si lo aguantaba seguramente el 10 se la tiraría larga por el costado para resolver en dos toques. Una vez, hasta lo había visto definir de caño, así que tampoco podía salir regalado. Pero la velocidad del «Loco» Sarda y el buen manejo de las distancias le dieron la confianza necesaria para salir a intentar y apostar a que esa pelota fuera suya.
La jugada realmente había sido maravillosa y la habían diseñado los mejores. Solo le faltaba la pincelada final. Si hasta el «Loco», por una fugacidad, quedó pasmado, bloqueado, porque para él, ser espectador y, a la vez, protagonista de semejante belleza era el mayor de los anhelos, una reliquia para su colección. Su inconsciente ya casi “festejaba, pero reaccionó. Era la semifinal y se convenció de que ese gol, por más hermoso que fuera, no podía estar en su vitrina porque su equipo se había descosido el alma para escalar hasta ahí. Recordó en ese instante los larguísimos viajes en colectivo, los sueldos adeudados y el tiempo fuera de casa. Valía la pena dejar la piel en esa jugada.
Sin embargo, el mejor era el mejor en serio y no dependió de todo el esfuerzo que hiciera el «Loco». Solo le bastaron cuatro pasos, pasitos, de esos que solo él podía dar a una velocidad inusitada. Apenas eso le alcanzó para llegar una milésima antes al balón y colocar el pie suave, casi dormido, como un pincel que se hunde de acuarela, para levantarla por encima del arquero.
El «Loco» no se dio vuelta, puso la cara. Es más, le pegó en la cara, pero el balón, testarudo a veces, prefirió tomar su propio destino. Y ese balón hacía un rato largo que ya tenía destino.