Por R. de la Lanza
Una de las orfandades más profundas que padecen los países latinoamericanos, y especialmente México, es la de una mitología fundacional y una saga heroica congruente, contundente y cohesiva que le dé a los mexicanos la etiología, teodicea y escatología de su existencia en tanto mexicanos.
Ya Samuel Ramos y Octavio Paz sugirieron alguna vez, provocando respuestas viscerales y fascistas, la pareja conformada por Hernán Cortés y Doña Marina como el Adán y Eva de la mexicanidad. El tema motivó incluso un mural de Diego Rivera. Me adhiero a esta propuesta, pero denuncio que hace falta el relato, que no puede ser la historia, para oficializarlo.
Y luego, la saga legendaria. ¿Dónde están los héroes cuyas vidas, sufrimiento y exaltación han dado personalidad a todos los pobladores de este pueblo cuya desgracia es estar tan cerca del lugar común y tan lejos del locus amœnus? ¿Dónde los dramas trágicos que incitan el terror y la conmiseración del espectador, cuya digestión cultural deriva en la formación de un «espíritu mexicano»?
No pueden ser los héroes de las monografías de papelería. Hidalgo, Morelos, Juárez, Zaragoza, Díaz, Madero, Zapata, Villa, Cárdenas y el recientemente autoinmolado subcomandante Marcos, son demasiado marmóreos, demasiado estatuarios para inspirar el efecto que entre los espectadores griegos suscitaban Agamenón, Orestes, Medea, Edipo, Hércules y Filoctetes. Los «héroes» nacionales de México no son héroes, son santos católicos (romanos o bizantinos, usted escoja) a los que se les rinde culto en diferentes altares: no se les indaga, no se les cuestiona. Sólo se les agradece y se los invoca.
La única posibilidad de saga legendaria radica, para bien o para mal, en el fútbol. Nada unifica más al pueblo mexicano como el fútbol. Ni la solidaridad tan mentada a partir de los terremotos de 1985 es tan uniforme, pareja, incuestionable y vibrante como la euforia futbolística del mexicano.
Y el último de los héroes (estoy casi seguro de que si me obligara a mí mismo a hacer el examen más minucioso, terminaría diciendo que es el único) de México es precisamente Cuauhtémoc Blanco.
Todo juega en favor a heroizarlo (no leer erotizarlo, ya no es necesario): la alcurnia que su origen tepiteño podría estropearle está consagrada en el nombre del más célebre emperador azteca. El que vivió la caída total de su imperio, sí, pero no el que se entregó sumiso. La sangre azul de la mitad de la estirpe mexicana se manifiesta en el nombre de pila del último gran icono de la vida pública nacional.
Además, su ascenso a las elevadas esferas del protagonismo mundial es un relato equiparable al de las glorias del joven Aquiles, que parecía no tener cuándo parar. Cuauhtémoc Blanco llenó los ojos de los visores y el club que sirve para medir todas las cosas en México (el América), lo apadrinó. Cuauhtémoc fue desde entonces y para siempre, águila por encima de cualquier otra cosa.
Creció en magnífica compañía: Zaguinho, Chávez, Lara, Biyik, Kalusha y muchos otros genios compartieron con el pan y la sal con Cuauhtémoc antes de su consagración, que llegó cuando se le llamó a vestir el uniforme tricolor. Cuauhtémoc era entonces el águila que asciende en el escudo de la Federación Mexicana de Futbol.
No voy a enumerar aquí las anécdotas. Ni sus faenas ni su descarada actitud de «No te tengo miedo» que mostró ante cualquier crack millonario internacional que se le pusiera enfrente. Todas esas delicias constituyen la verdadera memoria colectiva de los mexicanos, y deberían ser la carne que enriquezca el poema épico que nos cuente las armas futbolísticas y el hombre que gozó de una gloria y una fama que no tuvo nadie. Nadie.
Nada en su vida personal es tan reprochable para desmentirlo como héroe. Quien lo ame, lo justificará todo. Quien lo odie, tendrá que admitirlo todo.
Cuauhtémoc Blanco es águila que desciende sólo por la etimología de su nombre, pero es el eco glorioso de un águila que asciende hoy hacia el panteón mexicano, al olimpo del mestizaje criollo, para nunca caer.
Hasta en ese tipo de «heroe» refleja México su pobreza. Es más bien un antiheroe.