«No tiene nada que ver con el Fair-Play»: George Orwell sobre el futbol profesional

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  • Publicación de la entrada:25 de junio de 2020

Desde la Antigüedad, el deporte ha dado de que hablar. En Grecia, los poetas cantaban las glorias atléticas de los campeones. En Roma, los combates de gladiadores (que, claro, se salen un poco de lo que hoy consideramos estrictamente deportivo) movían los ánimos de las multitudes y también arrastraban una larga cauda de elogios, gloria y admiradoras.

Pero también despertaba la suspicacia de alienación en la mente de los intelectuales. Sócrates, Platón, Séneca y Plutarco ya sopesaban el fenómeno del deporte como espectáculo a la luz de premisas tan trillada, por antigua, de que para lograr la aprobación del pueblo, hay que darles panem et circenses (el pan y los espectáculos).

En el deporte moderno no es diferente, y hoy, a 70 años de la muerte de George Orwell (1903-1967) recordamos partes de un ensayo que publicó en el diario Tribune en diciembre de 1945, cuando el planeta despertaba para ver la devastación causada por la Segunda Guerra Mundial: «El espíritu deportivo».

En su ensayo, la sospecha de alienación cae sobre lo que acababa de causar la conflagración bélica más grande conocida por la humanidad hasta el momento: el orgullo nacionalista.


Casi todos los deportes que se practican actualmente son de competición. Se juega para ganar y el juego sólo tiene sentido si se hace todo lo posible por ganar. A escala local aún se forman equipos sin que intervenga ningún sentimiento patriotero y entonces se puede jugar sólo por diversión y para hacer ejercicio. Pero en cuanto aparece la cuestión del prestigio, en cuanto uno siente que perder será una deshonra, se despierta el instinto guerrero más salvaje. Quien haya participado aunque sólo sea en un partido de futbol de colegio entenderá lo que quiero decir. A escala internacional el deporte es francamente una simulación de la guerra. Lo importante no es el comportamiento de los jugadores, sino la actitud de los espectadores; y tras ellos, la de los países que se empeñan con ardor en esos torneos absurdos y creen firmemente —al menos durante cortos periodos de tiempo— que correr, saltar y dar patadas a un balón son muestras del valor de la nación.

CrackCard de Futbol y Libros dedicada a George Orwell.

[…]

El primer partido de fútbol importante que se jugó en España, hará unos quince años, terminó en unos disturbios incontrolables. Siempre que surge un fuerte sentimiento de rivalidad, la idea de jugar según las reglas se desvanece. La gente quiere ver a un equipo en lo más alto y al otro humillado, y se olvida de que una victoria lograda con malas artes o por la intervención de la muchedumbre no significa nada. Aunque no intervenga físicamente, el público intenta influir en el partido animando a su equipo y picando a los jugadores contrarios con abucheos e insultos. El deporte de élite no tiene nada que ver con el juego limpio. Su vínculo es con el odio, la envidia, la bravuconada, el desprecio de cualquier norma y un gusto sádico por contemplar la violencia; en otras palabras, es como la guerra pero sin disparos.

Los que mayor difusión han tenido han sido los deportes de confrontación más violenta: el fútbol y el boxeo. Es muy claro que todo esto guarda relación con el ascenso del nacionalismo, es decir, con esa lunática costumbre moderna de identificarnos con amplios grupos de poder y verlo todo en términos de competir por el prestigio.

Al deporte se lo toma en serio en Londres y Nueva York, como se tomaba en serio en Roma y Bizancio; por el contrario, aunque en la Edad Media se practicaba, y probablemente con gran brutalidad, no se mezclaba con la política ni generaba odios entre grupos.

Si quisiéramos aumentar la enorme reserva de mala voluntad que hay en el mundo hoy día, no habría mejor manera que organizar una serie de partidos de fútbol entre judíos y árabes, alemanes y checos, indios y británicos, rusos y polacos e italianos y yugoslavos, a los que asistieran cincuenta mil hinchas por cada bando. No estoy insinuando, por supuesto, que el deporte sea una de las principales causas de la rivalidad entre países; el deporte a gran escala creo que es, sencillamente, una consecuencia más de las causas que han producido el nacionalismo. Pero al enviar un equipo de once hombres clasificados como campeones nacionales a luchar contra un equipo rival, y permitiendo que en ambos lados se perciba que el país derrotado “perderá prestigio”, sólo empeoran las cosas. 

Bastante causas reales de problemas tenemos ya, y no necesitamos agravarlas animando a unos muchachos a pegarse patadas en la espinilla entre los rugidos de un público fuera de sí. 


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