Apenas pasa las 100 páginas, pero esta novelita es una intensa y detallada acta de los sentimientos, pensamientos que se apoderan de la mente, el corazón y el alma de una jovencita sensible a las expresiones más puras de las bellas artes, cuando se enamora por primera vez sin apenas darse cuenta.
Erika Ewald es una jovencita maestra de piano que acaba de conocer a un muchacho que promete ser la próxima estrella en la ejecución de violín. Pasan mucho tiempo juntos, hablan el mismo idioma de la sensibilidad artística y entre ambos surge un sentimiento mucho más profundo que la amistad y más intenso que la música.
Pero el amor no se vive en las mismas zonas del alma si se es hombre o se es mujer. Para ella, esta experiencia es toda una iniciación filosófica, espiritual, llena de visiones, miedos y dudas que sólo se disipan con la convivencia persistente. Pero para él, el asunto es mucho más carnal y apremiante. Sobre todo apremiante.
Esta es la historia de todas las jovencitas, de esas dulces mártires… nunca dicen lo que están sufriendo…
Barbey d’Aurevilly, en el epígrafe de El amor de Erika Ewald
Aunque en tan pocas líneas podemos establecer el plot de la novela, el quid no es tan sencillo ni simplón. Stefan Zweig goza de la inusitada fama de mostrar y desmenuzar el tren de pensamiento y el vendaval de emociones que embargan al corazón y la mente femeninas cuando son sometidos a estímulos significativos. Y lo hace con una claridad cristalina y con una precisión, más que psicológica, providencial.
Rodrigo Bravo de la Varga, a cargo de quien estuvo esta versión española (y otras) que publica la editorial Acantilado, hace justicia a la lucidez de Zweig y realza su elegancia y discreción léxica. Y la hechura a la que nos tiene acostumbrados el sello de la banda roja es siempre un deleite inabarcable.